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En defensa del Olivar de Chamartín

OLIVAR

Autor: JON JUARISTI
(ABC, 5 de junio de 2005)

La del nacionalismo jamás ha sido en España una pasión honda y ampliamente sentida. La tipología de los nacionalistas no es muy variada: en un extremo, publicistas cursis; en el otro, asesinos en serie y, en la curva de la campana de Gauss, sus amedrentadas clientelas. No abundan entre ellos los versados en las verdaderas tradiciones de las grandes o pequeñas patrias, porque su misión es desembarazarse de ellas cuanto antes y sustituirlas por trivialidades intercambiables. Y no es que toda tradición, por el hecho de serlo, merezca ser conservada, pero, al menos, convendría describirlas y archivarlas antes de su definitiva entrega al olvido.
Los grandes estudiosos de las tradiciones de España no fueron nacionalistas. En el XIX, abundaron en el gremio los tradicionalistas (Milá y Fontanals, Menénde Pelayo, Juan Menéndez Pidal, Antoni Alcover, Joan Amades, Resurrección María de Azkue, etc.), aunque también estuvo en primera fila algún raro federal como Antonio Machado Álvarez. La tendencia ideológica mayoritaria en el grupo no le granjeó simpatías entre los intelectuales de filiación liberal hasta que los del noventa y ocho, éstos sí, propensos al nacionalismo adolorido, se aprovecharon de su legado para hacer literatura, y sólo en literatura habría quedado aquél sin la irrupción de un joven maestro que renovó la teoría y sistematizó la práctica de la investigación en este campo. La figura de Ramón Menéndez Pidal, que, sin demasiada exactitud, se definió él mismo en alguna ocasión como «uno del noventa y ocho», encabezó las iniciativas fundamentales de la cultura española durante casi tres cuartos del siglo XX, no sólo en el ámbito de la lingüística, la historia literaria y la historiografía, sino también en el de la literatura de creación. Sin Menéndez Pidal no habríamos tenido un medievalismo digno de tal nombre, desconoceríamos o conoceríamos muy mal la historia de las lenguas peninsulares (no sólo la del español); las obras de Américo Castro (su secuaz díscolo) y, en buena parte, la de Ortega habrían resultado gravemente mermadas y, desde luego, la generación del veintisiete no habría dado sus extraordinarios frutos ni en la poesía ni en la crítica.
Menéndez Pidal no fue un nacionalista deprimido ni belicoso. No necesitó serlo: español y liberal de una pieza, hizo suya la ética del trabajo auspiciada por los institucionistas y no escogió mal sus modelos históricos (ante todo, Alfonso X, el rey Sabio, creador del primer laboratorio humanístico occidental, acorde con su proyecto de un Renacimiento en lengua vulgar que se adelantó en más de dos centurias a las versiones vernáculas europeas de la vuelta a los clásicos). Si su obra fue manipulada por un nacionalismo con vocación totalitaria, es asimismo innegable que constituyó una referencia primordial para la reconstrucción de una razón ilustrada, auténticamente nacional y democrática, durante los años del franquismo, más fecundos de lo que suele reconocerse gracias a esforzadas empresas individuales o familiares como la que don Ramón sostuvo a lo largo de tres décadas y que permitieron restablecer la continuidad con lo mejor de la cultura española anterior a la guerra civil.
Tras la muerte de Menéndez Pidal, su herencia intelectual se transformó en tradición creativa, como él quería, y no en mera escolástica para uso de epígonos. Su casa del Olivar de Chamartín, convertida en laboratorio humanístico de estilo alfonsí, acogió al menos dos generaciones, en sentido orteguiano, de aprendices de filólogos. No sólo de estudiantes de lengua y literatura española. Allí trabajamos codo con codo españoles, portugueses, franceses, serbios, japoneses, hispanoamericanos y norteamericanos y en sus seminarios se formaron los más reconocidos especialistas actuales en las literaturas tradicionales catalana, eusquérica y gallega. Hoy, el Olivar, escenario y memoria de la gran cultura liberal del siglo XX -de Menéndez Pidal, de Castillejo y la Junta de Ampliación de Estudios, de Dámaso Alonso, etc.- va a ser engullido por la especulación inmobiliaria. Su desvanecimiento junto con el recuerdo de quienes lo poblaron parece un preludio simbólico de la inminente desaparición de otras cosas más importantes, extensas y antiguas -y ya no hablo sólo de tradiciones- que tampoco hemos sabido defender. Cualquier día nos levantaremos todos nacionalistas (o sea, amnésicos y felices como escarabajos).

Jon Juaristi 

3 comentarios

Juan Carlos -

No puedo remediarlo, no puede remediarlo. Jon Juaristi es idiota. Y mira que lo siento, con lo que lo he admirado. ¿Qué tiene que ver el olivar de Chamartín, la casa de don Ramón, los materiales que allí se acumulan, con los nacionalismos? En su monomanía, el pobre Juaristi -qué excelente poeta, qué tío más brillante hemos perdido, joder!- compone el más sanchopancesco quijote que haya pisado la faz de la tierra cuajada de acúmulos ladrilláceos en que malamente nos acomodamos.

¡Es la especulación, estúpido!

Martín -

Olivia: Juaristi, en su entusiasmo de converso, no está para perder el tiempo en detalles tan tontos. ¿Y qué más da confundir la Fundación Olivar de Castillejo con la Fundación Menéndez Pidal? ¡Fundaciones son! Seguro que en ninguna de ellas ondea la bandera española. El caso es apuntarse a un bombardeo con tal de recitar el catecismo patriótico y demostrar que aún puede ser el martillo de herejes que tantos sillones y prebendas le la proporcionado. ¡Animo, Jon! Ahora toca la lucha por la anchoa

Olivia Sabuco -

¡Qué encantadoramente distraídos son los intelectuales! Jon Juaristi confunde la Fundación Menéndez Pidal, que no corre peligro de convertirse en un centro de alterne tailandés, con la Fundación Olivar de Castillejo, que pretende reconvertirse a través del dinero opaco en un restaurante food sex.
¡Cada día me gustan más los intelectuales mimados oficialmente: son tan caprichosas sus neuronas como niñas quinceañeras!